Abrir con un fragmento de Jorge Riechmann –del que diremos simplemente que es un genial autor por no extendernos en su imponente currículum– no podría ser menos baladí en una obra que comienza con dos mujeres reforzando sus ventanas en las vísperas de la llegada de un huracán. Cómo iba a ser un mero homenaje por parte de la autora, si lo que se nos planta desde el mismo momento de comenzar la lectura no es otra cosa que un toque de atención, una llamada a la cordura, a la búsqueda de una solución rápida, efectiva. Cómo iba a serlo, viniendo de parte de alguien que propone un ecosocialismo descalzo” como salida viable al caos que nos sometemos nosotros mismos, cortando la misma cuerda que nos salva de la caída.
No podemos negar que la creación de Gracia, Lavinia, no encarna un discurso tan apocalíptico como el que cita. Hay una mancha de luz, un pequeño hueco por el que se cuela la esperanza de que, antes de llegar la catástrofe, nos veamos preparados, seamos capaces de hacerle frente; tarea mucho más sencilla si no se tratara de un problema que nosotros mismos hemos creado. Muchas lentes nos presta la dramaturga para aproximarnos a su lectura, desde el más que evidente mensaje medioambiental, que pronuncia pidiendo socorro desde el primer minuto, hasta como lo recibimos, o recibiríamos, en un mundo de hombres y mujeres biónicos, condicionados por un cerebro que ha relegado sus tareas a unos nuevos esclavos tecnológicos que pronuncian su rebelión en silencio.
Como cabría esperar, las tres mujeres que parecen protagonizar el drama de Morales – género del teatro que disfruta de escribir–, Bren, Ana y Celia, relacionadas entre sí por lazos de sangre, son incapaces de reaccionar de forma racional. Se las expone a una situación límite, a una firme decisión: huir como todos sus vecinos han hecho y como todas las voces de autoridad que obedecen les han exigido, dejando atrás su casa y sus pertenencias; o permanecer al pie del cañón, cavar trincheras contra las titánicas fuerzas de la naturaleza. Desde una lectura fría, la resolución parece obvia, y es comprensible que un lector medio se identifique con la sabiduría de la edad de Celia, la abuela de la familia, que supone la voz de la razón bajo un techo que prácticamente ha sufrido un golpe de estado por parte de Bren, su nieta, quien prefiere permanecer allí haciendo oídos sordos de sus constantes súplicas y quejas. Sumergiéndonos en la escena, quizá, no tanto.
Para ilustrar esto se nos presenta al personaje de Ana, madre e hija, el eslabón que intenta no romperse ante la fuerza que se ejerce de uno u otro lado, a veces desviándose, pero siempre sin llegar a decidirse del todo. Resolver, desde su papel, esta enorme duda genera inmediatamente una incómoda ansiedad, y más cuando, de una forma soberbia, se utiliza la figura del acotador como narrador de la escena y sus pensamientos, siempre hablando desde su cabeza, ensartado en sus diálogos: cada una cuenta con sus argumentos para defender una u otra decisión, y nada aparece en el texto que nos ayude a decantarnos sin dudar antes por una o por otra. Solo hay que imaginar por un momento estar en su lugar, escoger entre hacer caso a una madre, probablemente la mayor referencia del hogar, quien demuestra ser una persona sabia y cuerda, dejando atrás los muebles, las paredes y la comida que tanto ha costado mantener a merced de una fuerza destructora; o a una hija, de quien también se suele admirar la precocidad y conocimientos que el mundo de las redes le ha otorgado, y permanecer junto a lo poco que, en este mundo, podemos considerar realmente nuestro.
La brecha generacional entre las tres es algo que se va a hacer palpable mediante el lenguaje que emplean, con sutiles toques que evidencian su edad y concuerdan con los pensamientos que el acotador delata durante toda la acción, revelando mucho de la psique de cada una al momento de hablar o actuar, como ocurre con Celia una vez se arroja al suelo para apostar su última y socorrida baza, o cuando reza, al estallar los cristales. Este va a ser una herramienta indispensable para transmitir la urgencia de la acción dramática. La obra, como buen teatro que se precie, ocurre en tiempo real en su única escena, pero con un condicionante: es el tiempo que discurre justo antes de una tragedia, la tensión previa al caos absoluto. Saben sus personajes que el tiempo para decidirse o confirmarse es escaso, no nos sorprende un giro que define el final de la obra. Es la llegada de Lavinia un suceso fatídico, inevitable, que desde el mismo comienzo se sabe inminente.
Es este el vehículo de la misma acción, pues no se nos presentan en ningún momento exigencias en cuanto a escenografía o algún instante en el que el acotador hable fuera de los personajes. Realmente, no resulta necesaria, y menos siendo conscientes de la corriente que ha buscado definir a Gracia desde sus comienzos, culminados estos al alzarse con el premio Marqués de Bradomín, galardón que fue otorgado a aquella generación de jóvenes dramaturgos del que Sanchís Sinisterra fue maestro. Es por ello que rasgos como la parquedad de elementos en el escenario, la escasez de personajes, la solemnidad en el decorado, el uso del silencio y otros mecanismos aprendidos de este otro autor se van a convertir en una ventaja más que en una lacra.
Un rasgo muy suyo, ajeno a su formación, es el de la huella poética pues, cabe recordar, el teatro no se presenta como la única alternativa de expresión de Gracia, siéndolo también la poesía, saltando a la vista en numerosas ocasiones, como al personificar al huracán hablando de su voz” o preguntándose Ana, directamente, el por qué se les bautiza con nombres de persona. Una vez más, dicho recurso vuelve a ser intencionado. Y es que se nos olvida un cuarto personaje: Lavinia.
Es una buena pregunta la que plantea Ana al final de la obra misma, en ese pronunciamiento, ese discurso interior que ultima los detalles de la denuncia social presente en la creación de su autora. El huracán Lavinia es en todo momento tratado como un ser, como un ente personificado, y no solo eso, humano. Desde la forma en la que los personajes se dirigen a él –más bien, a ella– hasta ese punto álgido que supone la última intervención, sirven para confirmarlo: de buscar algún protagonista, cualquiera que genere un conflicto, no podemos acudir a ninguna de las tres interlocutoras, es Lavinia quien tiene que llevar a cabo una misión, un objetivo, aunque conste de poco más que llegar, atravesar la ciudad y arrasar con todo a su paso. Si acaso, las tres humanas a las que se les da voz en la obra constituyen poco más que un obstáculo para su fuerza e inconsciente objetivo: ahí radica el mensaje.
Pronunciar un alegato en a favor de la ecología, levantar y expandir una conciencia preocupada para con el medio ambiente, siempre va acompañado de un mensaje en la sombra que solemos pasar por alto. No estamos hablando únicamente de la cuestión moral de evitar destrozar y arrasar los recursos que nuestro ingenuo planeta gentilmente nos ha dado, sino de que este pueda seguir donando sin mayor problema, para nosotros, para nuestros hijos, nietos. La pregunta de Ana va acompañada de su respuesta: Tal vez para creer que pueden sentir por nosotros algo parecido a la compasión”, ¿por qué iba a sentir compasión un gigantesco vendaval? Porque somos débiles, poco más que hormigas buscando su comida, y aunque tengamos el poder en nuestras manos de hacer débil a nuestro mundo, si este enferma, nosotros seremos siempre los primeros en sufrir las consecuencias, no su naturaleza. A menos que nuestras bombas vuelvan a cobrar protagonismo, cuando todo nuestro legado sea poco más que fósiles bajo la tierra, esta va a seguir ahí.
La intención de Gracia aquí, entonces, no es hacer campaña por el reciclaje o el cuidado de los ecosistemas, es hacer campaña por nosotros, por que seamos conscientes de lo que nos jugamos realmente. Ya se ve lo poco que le importan a algo – o alguien – como Lavinia nuestros móviles, nuestros anuncios de evacuación, nuestras familias: los destinos que escojamos.